jueves, 4 de febrero de 2010

El Jardín

Dan cavó un pozo profundo para airear la tierra y desnudó los cuellos hinchados. Era muy simple imaginar los brotes de fresias pujando por salir, buscando la luz.
-No, tan separados no-dijo ella.
Habían leído cientos de veces que los bulbos separados daban una floración más natural efecto paradójico, caprichoso y equilibrado. En el trajín del cultivo, Eileen desgranaba el suelo apenas húmedo y Dan distribuía con precisión las capas de mantillo. Durante más de cuarenta años el refinamiento giró alrededor de aquel arce enhiesto, perfecto, que resguardó de excesos el jardín que Los Green diseñaban para cada mes de Abril. A la pareja le fastidiaba repetir la distribución de los colores y las formas, apenas abrían los pimpollos, tomaban fotografías que encarpetaban en un álbum con tapas de tela, al año siguiente harían otro bosquejo, para eso, había que esperar.
Eileen jugaba bridge, y a veces fumaba, Dan fue rugbier desde los 18 hasta que empezó a cultivar flores.
Todos los vecinos sabían del ritual de la siembra, y se acercaron a saludarlos y a traerles regalos como en un día festivo, Eileen se acercó al grupo para retribuir el afecto y agradecer, a Ann la mermelada de frambuesas, a los Miller la caja de té chino, a Rachel y a los demás pastas caseras dulces o saladas.
Dan miró el cuerpo de su mujer, delgado, casi juvenil, que remataba en un sombrero de ala, él se resistía a usar gorras o boinas.
-Esos accesorios inútiles me dejan marcas en la frente y la nuca- decía.
Se incorporó con dificultad, saludó a los vecinos arremolinados detrás de la cerca, con el brazo en alto, sonriendo, como si fuera Miss Celebrity y entró por la puerta lateral. El cerco de ligustros lo ocultó de fisgones, se sentó en el césped y empezó a friccionarse la rodilla. Ese dolor en la rodilla derecha le acarició el ánimo durante mucho tiempo.
-Pulsión de autodefensa- dijo un ex-compañero en el encuentro anual de The Bears y le guiñó un ojo, la Noche del Tercer Tiempo, le llamaban a la reunión de los primeros sábados de Octubre de cada año, desde que la División de Veteranos consideró que era mejor charlar en un bar, que hacer papelones en la cancha.
Dan entró al cuarto de servicio, se duchó y se puso ropa limpia, secó con un trapo la humedad condensada en el vidrio de un Diploma de Honor al mejor compañero, miró las Copas de Premios opacas por el vaho y pensó en lustrarlas más tarde.
Desde la ventana de la cocina con las manos en los bolsillos miraba a Eileen ordenando hasta el último vestigio de siembra, siguió en la misma postura hasta que escuchó a Eileen que empujaba la puerta vaivén.
-Tendremos que esperar hasta que estalle-dijo Dan sin moverse.
Eileen dejó sobre un mueble los regalos, se quitó el sombrero de ala y lo puso en el perchero.
-Como todos los años, lo mimamos para que nos sorprenda- dijo ella de buen ánimo-. Bajo enseguida para preparar el té.
A él le hubiese gustado oficiar alguna vez la ceremonia de la “Hora del Té” pero conocía la afición casi desmedida de su mujer por inundar la cocina de aroma a té ceylandés, cubrir los scones con dulces y crema, servir la infusión con unas gotas de leche apenas tibia, beber a sorbos cortos y comentar algo de sus vecinos, de Ann, su colección de confituras, de lo fastidiosos que era los mellizos Miller que cada año rompían la cerca, Rachel y sus sombrillas de colores chillones, en los segundos que Eileen tomaría aire para respirar, él se pondría de pie para darle un beso en la frente y escaparía al cuarto de servicio con la franela y el líquido limpia metales.
En su cuarto Eileen estaba sentada en la banqueta de su tocador envuelta en una bata, todavía con el pelo húmedo puliendo las aristas de sus uñas, al terminar dejó la lima y sin temor a herir el mueble de roble, sacó un bulbo de lirio envuelto en papel de seda y le partió el corazón con la tijerita manicure.

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