El gordini escupía humo blanco por el escape. Y eso que nadie -todavía- había gritado habemus papam. En el cónclave gordiniano dos personajes eran llevados por el gordini de un lado para el otro, zigzagueando, como podía, entre los conos de la calle, los baches, las intrépidas viejecitas y hasta los puestos de promoción de una reconocida marca de preservativos y sus correspondientes promotoras.
Teníamos que llegar a tiempo para el trabajo y Augustus me había prometido que si lo ayudaba él iba a pagar lo criollos y el mate, pero, por sobre toda las cosas, los niños iban a quedar muy agradecidos con nuestra labor. Yo pensaba en realidad en otras dos cosas diferentes: en si el gordini iba a llegar a destino en tiempo y forma y en el contenido de los trajecitos sugerentes que vestían a las promotoras.
Finalmente, el trabajo a realizar fue realizado. Los niños -imaginaba y comentaba- deberían estar orgullosos de nosotros por haber hecho algo que en realidad no nos correspondía. Augustus replicaba agradecido que los orgullosos deberíamos ser nosotros por la labor hecha y agregó que la felicidad, hermano, es incompleta. Yo le retrucaba diciendo que el gobierno siempre canta envido con un cuatro de copas. El hecho es que terminamos el trabajo como se debía, y ahí, otra vez, arriba del gordini nos montamos para retornar al punto de partida.
Luego de tanto pensar -y eso que no creo en el destino ni me considero supersticioso-, una vez ya en movimiento y sobre la ruta, el bólido detuvo su marcha. Así nomás. Así, a secas. Pensé para mis adentros que era culpa mía, por haber pensado tan mal sobre él. Lo veía como una especia de quejosa venganza, pero no. Esta vez las fuerzas de la física y de la mecánica conspiraron contra el pulmón deteriorado de la pobre bestia prehistórica. Augustus, sorprendido e incrédulo, intentó varias veces ejecutar un electro-shock con la llave, pero el burro no nos daba ni la hora.
Fue entonces que intentamos desempolvar un poco nuestras neuronas ávidas de conocimiento técnico y Augustus sugirió que empujáramos el bólido para engañar así al burro haragán. ¡Eureka!, gritamos despavoridos. El gordini empezó otra vez a escupir humo blanco por su escape y su ronquido que asemejaba a una garganta trasnochadora nos dio la pauta de que todavía quería seguir transitando por las agrietadas calles cordobesas.
Sin embargo, el bólido no pudo sostener su estructura por mucho tiempo más. El humo blanco que a priori inundaba la atmósfera a través de su caño de escape empezó a rellenar ésta vez su corazón y nosotros empezamos a asfixiarnos con su espesura gaussiana. Frenando rápidamente casi sobre la acera, detuvimos el gordini y descendimos del mismo asustados por el humo que inundaba la cabina. Aludiendo, una vez más, a nuestros reconocidos conocimientos técnicos, empezamos a elucubrar las más locas y disparatadas posibles problemáticas que pudieran darnos alguna pista del porqué de lo sucedido para solventar el enmudecimiento del gordini.
Curiosamente, y para nuestra sorpresa mientras teorizábamos sobre la problemática, vimos que detuvimos el bólido a unos pasos de los puestos de promoción de preservativos. Las chicas -eran tres-, que los repartían bajo el eslogan de 'muera sin descendencia, pero muera con conciencia', nos observaban atónitas. Al girar mi cabeza y comprobar que nos miraban de esa manera, imaginé de repente que imaginaron que vieron a dos locos desesperados agitando los brazos -casi como marionetas guiadas por un titiritero primerizo- que se ahogaban adentro de una pecera con forma de gordini.
El gordini ya no escupía ni vomitaba humo blanco. Augustus quitó el contacto eléctrico y el pobre quedó mudo y sin vida. Las chicas nos miraban y nosotros mirábamos al gordini. Las teorías sobre electricidad y mecánica del automotor iban y venían así como la mirada de las chicas, que nos desconcertaba y hacía más difícil nuestro razonamiento. No obstante, nuestra investigación fue fructífera. Aparecieron cables en alto estado de temperatura y ya empezamos a intuir por dónde iban los tiros. Aún así, las miradas eran insistentes pero nuestro objetivo era también claro: no teníamos tiempo para otra cosa que no fuera revivir al gordini.
Augustus recurrió a su nimia caja de herramientas de donde obtuvo un trozo de cable de velador de dormitorio y un alicate quasi oxidado. Haciendo uso de sus aceitadas muñecas empezó por una punta del cable, desmembrándolo sólo un poco, hasta obtener y ver su corazón de cobre. Luego, la otra punta. Así, procedió al cambio del elemento identificado como el culpable de dañar las vías respiratorias del gordini. Yo, por mi parte ayudaba a iluminar la oscura realidad con la luz proporcionada por las diminutas pantallitas de dos teléfonos celulares que hacían las veces de linternas. Menos mal que tenían sus sendas baterías a plena carga. Fue un digno trabajo de equipo. Encontramos un problema. Pensamos una solución y pusimos manos a las obras. Trabajo perfecto. El gordini volvió a respirar.
Una vez ubicados dentro de la cabina del gordini, Augustus le dio un nuevo golpe eléctrico y empezó otra vez a toser y a escupir humo blanco por su escape. Sin embargo había algo que faltaba. Giré mi cabeza, buscando una mirada cómplice y sólo encontré vacío. Miré a Augustus buscando una respuesta y nada dijo. No entendía nada. Miré para afuera de nuevo. Nada. Media hora atrás, tres chicas nos miraban y nosotros les mostrábamos nuestras espaldas tratando de revivir al gordini. Ahora el gordini respira y mueve la cola como un perro contento, pero no hay chicas. 'Será que sólo hay vida en cantidades finitas', pensé. 'O es uno, o es otro', trataba de razonar. 'Si fuera así, entonces... el gordini... No, no tiene sentido'. 'La física y la mecánica priman sobre cualquier otro tipo de teorías', es lo que me habían enseñado. Pero no tuve tiempo de seguir pensando. Augustus puso primera, y luego de una bocanada blanca, el gordini se perdió por la avenida.
Una estampa de Ana Regina
Hace 1 año
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